El poeta es como un gato solitario que busca la inspiración
por los tejados, se enamora de la noche para vestir a su musa de misterio, de
luna, de anhelos. Vierte en ella la conexión que solo los artistas saben despertar
entre ellos y su obra llegando, incluso, al enamoramiento.
Así nace su musa. Desde un sentimiento nuevo nunca antes
reconocido por Saúl. Roba la luna para cubrir la bella piel de la mujer,
dejando a la noche sumida en la oscuridad más profunda. La abarca para perfilar
la larga cabellera, y dotarla de la fiel intimidad que ofrece un manto oscuro y
vivo. Componentes necesarios que hace nacer un lazo de complicidad y la Dama
tome forma desde el subconsciente del Poeta.
La dota de vida en cada uno de sus versos, movimientos
consagrados al deseo para poder reconocerla en un momento inesperado mientras pasea
su vista por las estrellas. Su musa de tinta existe para él. Delia, Delia,
Delia…
El hecho de no lograr satisfacer el anhelo de liberarla del
poema, lo sumerge en un estado de Kaimós.
Una tristeza que le recorre por las venas dejándose entrever en los dictados de
su corazón.
Por eso, el Poeta invoca con sus versos a la mujer para que
la soledad de ésta no sea el artificio de la tristeza de los dos.
Gabriel García Márquez
– El Amor en los tiempos del Cólera –
«Dile que sí, aunque te
estés muriendo de miedo, aunque después te arrepientas, porque de todos modos
te vas a arrepentir toda la vida si le contestas que no.»
Tan simple como esta reflexión del gran Gabo. Me enamoró
antes de que llegara a mis brazos, le dije que sí con la incertidumbre
sobrevolando mi cabeza como si fuese un ramo de globos. Me perdí en la amplitud
de sus pupilas sin poder controlar todo el sentimiento que se estaba generando
en mi interior.
En un solo gesto, como es abrir la puerta del trasportín, se
desató la alegría, las ganas de empezar a disfrutar de esta aventura peluda llamada,
Martín. Introduje mis manos para rescatar su cuerpecito arrinconado, éstas
tomaron su forma. Como un fiel alfarero fui amoldando su miedo a mi pecho hasta
que se hizo diminuto y confiado bajo su respiración ronroneante.
Si me adentro en su
mirada vislumbro la tristeza de su bagaje, la intento paliar con paciencia y amor
para alcanzar la ansiada entrada a su mundo. En el mío ya tiene su lugar.
Amor gatuno en el Día del Gato: Will y Martín. 20 febrero 2023
Es curioso como el sonido de una caja de música te puede
sumir en uno de los recuerdos más profundos de la mente.
Nicolás apenas tenía dos años cuando cambió de ciudad y de
casa, pero no de familia. Con ella viajó hacia el norte, tierras áridas y frías
en las madrugadas. Su sueño se alimentaba de continúas pesadillas. El único
consuelo era el sonido de una cajita de música que, Alicia, su hermana mayor, se empeñaba
en poner en marcha una y otra vez hasta que el niño se calmaba y su respiración
volvía a ser normal.
Ambos pasaban los días con la sola compañía de sus juguetes.
El trabajo y las circunstancias les robaba el calor de sus padres. Eso hizo que
creciera temeroso en aquella mansión llena de sonidos extraños. Había días, en
los cuales, se podía escuchar el correr de unas canicas desperdigadas
en la buhardilla, donde según sus padres, solo había polvo y tiempo. Nunca se
atrevió a subir.
Una noche, en la cual, Alicia lloraba desconsolada porque su
muñeca había aparecido destrozada en el fondo del armario de
la limpieza, fue Nicolás, el que, con sus diminutas manos llenó de notas el aire
de aquella vieja habitación. Alicia creció de repente tras este incidente, y
Nicolás entendió que había llegado el momento de hacerlo también.
Ambos hermanos prometieron no volver a aquella casa en
cuanto la vida les diera una oportunidad. Y se la dio. El compromiso, la
motivación por un mundo más cómodo les hizo crecer y madurar a grandes
zancadas.
Pero hoy, al entrar en aquella tienda de juguetes antiguos,
la música le ha devuelto a aquella estancia y a sus olvidados miedos. Ahora
reconoce qué era lo que le atemorizaba.
París me ofrece otra oportunidad, una llave muy distinta para estrenar
una nueva vida como si de un gato se tratara. Dejé atrás todo lo acontecido, un
laberinto donde se
perdían los sueños mostrando a la luz una cruda realidad. No tengo miedo del escenario tan diferente
a aquél, del cual procedo. Ya no me despierta el madrugar de un gallo que
recibe al nuevo día. En su lugar es una orquesta concertada entre gritos
apagados por el bullicio de la ciudad.
Las avenidas se abren ante mi mirada, la misma que se
pronuncia siempre al frente, sin mirar atrás, sin revolver en el pasado o en
los oscuros recuerdos. Montmartre se desnuda para mi arte, se deja acariciar por
el pastel de mis pinturas. Así es como obtengo mi lugar en esta pequeña plaza
de los artistas. He descubierto que otros antes que yo también apostaron por
esta vida, por este logro de labrarse un camino de losas amarillas hasta su
propia paz.
La fama es efímera, pero el placer de realizarse entre el
arte y los sueños solo lo reconoce el corazón nómada y bohemio.
Como el turrón que cada año regresa por Navidad, así llegó
la invitación de Dulce. Me pilló en un viaje relámpago a la nieve. Este año
quise celebrarlo dejándome llevar por un paisaje totalmente distinto. Pero…
¿Quién puede resistirse al último baile en el Castillo Violeta? Yo no. Recogí mi pesado equipaje disponiéndome a disfrutar de la última noche
del año junto a mis amigas de bailes anteriores, y junto a este anfitrión tan
encantador. Además, esta vez hay un nuevo juego, una llave, un lugar… no se
puede pedir más.
Tras agradecer el detalle de su invitación me dispongo a
bucear dentro de mi vestidor, todo lo lanzo sobre la cama y nada de lo que hay
me gusta. El viaje se llevó una buena pasta, nada de compras. Bueno, hay
quien lo consulta con la almohada, mis dudas las resuelvo escalando montes.
Tras llanear un buen trecho y escalar otro tanto, encuentro la cima y la
solución.
Me vuelvo para casa como un relámpago. Escojo prendas
fresquitas: un pantalón vaporoso, una camiseta con sus tirantes, hay
transparencias que dejan ver la ropa interior, y el momento lo requiere, ¿No? El
abrigo que todo lo tapa es imprescindible para no revelar nada antes de llegar
al lugar.
Y allí está él. Tan apuesto que un suspiro se me escapa.
¡Ay!
Me da dos besazos, se los devuelvo, con la máscara no sé si
me guiña un ojo. Por si acaso, que no se diga, yo también lo hago. Me invita al
interior presentándome una mesa con diversos sobres, los cuales contienen una
llave. Mirando hacia el salón descubro que, si no he llegado la última me ha
faltado poco, ese es el detalle que me lleva a elegir el sobre donde reza: “la
última puerta”.
Percibo que no he llegado a tiempo para bailar con el
anfitrión, otra vez será. Los canapés y una copita de licor me acompañan hacia
mi aventura. ¿Subo o desciendo? Este castillo es un misterio. Siendo la última
puerta me decido por subir hasta la última planta. Menos mal que este año mi
indumentaria me acompaña, bueno, los tacones no mucho, pero si me los quito
antes de ascender por la larga escalera y me los pongo cuando llegue, nadie lo
sabrá. Shsssss.
Allí está la buscada puerta, ya la veo frente a mí.
Introduzco la llave con sigilo. No me quito la máscara, no quiero que me
reconozcan. Para mi sorpresa todo está sumido en una penumbra
malva dando una sensación de relax. Tras el tumulto que hay abajo se agradece
cierto espacio. No estoy sola, una sombra se dibuja sentada en un sillón.
Pregunto por su nombre y la voz de hombre solo responde: “Soy Yo” Cuando
intento presentarme, es él quien revela mi nombre. Que me haya reconocido no me
resulta ni halagador ni tranquilizador, porque ese Soy Yo no me inspira mucha confianza, puede ser cualquiera.
Espera, eres Tú!, ahora caigo en que no hay
otra presencia masculina en toda la fiesta.
Se levanta tendiéndome la mano. Mano que yo acepto. Acercándonos
mutuamente y de manera repentina una música empieza a sonar para el baile.
Estamos en la terraza. Es de esperar al ser la última puerta. Mientras nos
miramos solo pienso que es el momento perfecto para empezar un Nuevo Año. Yo creyendo que no llegaría mi turno de bailar con el anfitrión.
El sol nace a los lejos, es muy tarde o muy temprano, según
se mire. Hay una mesita preparada, en ella un desayuno nos espera. Un humeante
café roza mis labios cuando de repente él susurra:
“Cuéntame una historia, Auro,
una donde estemos tú y yo”
Como cada día, Alina busca un refugio donde dejar caer sus
huesos y el sueño de una vida tranquila. Se cuela en las distintas viviendas
que, con su puerta abierta, dejan una invitación al interior. Comprueba que no
siempre es bien recibida pese a la señal de bienvenida que un felpudo deja a la
entrada de cada casa.
Con la resignación instalada en sus bigotes por el cierre de
todas las puertas, alza su carita al cielo donde una nueva visión le llena las
pupilas de esperanza. Y es que dicen que cuando una puerta se cierra se abre
una ventana, o tal vez del portazo se abren mil… o lo que sea que fuese, ahí
está esa oportunidad que le grita que salte dentro.
Trepar por el árbol no le causa tanta sorpresa como el
encuentro con la joven que la mira con curiosidad renovada. Las lágrimas de sus
ojos delatan cierto malestar que Alina interpreta como tristeza. Aun así, la
joven sonríe y le habla en un tono sereno que a ella le hace ronronear de
gratitud.
Alina no comprende ciertos actos de los humanos, aun
teniendo su sexto sentido revelador de las emociones que estos padecen.
Descubre que sus gracias hacen reír a la joven, que las lágrimas han
desaparecido y que cada mimo que profesa es recibido con grititos de alegría.
Desconoce si puede quedarse a vivir en ese ambiente tan acogedor.
Se declara equivocada al estar buscando un hogar cuando lo bonito es encontrar
los brazos adecuados. Toma la decisión de visitarla a diario para robarle, al
menos, una sonrisa.