Siempre fui dada a la ensoñación o a la invención de
historias surrealistas. Me gustaba y me gusta crear un mundo donde poder
escapar en situaciones cuando el subconsciente da el pistoletazo de salida. Me
encuentro afinada contra el pequeño muro de esta terraza que, ya considero mi
Atalaya. Apoyada sobre una mano, la otra dibuja pequeños infinitos en la
superficie. Fijo la mirada a lo lejos, en un paisaje reconocido por mí, cada
montículo, casa, paraje… Reparo en una casa de estilo señorial del siglo pasado, su aspecto
deteriorado, derruido, me hace pensar en miles de testimonios vividos entre sus paredes. Los propios habitantes a lo largo de su vida.
Me veo rodeándola, la maleza roza mis piernas, el
ruido de la naturaleza enmudece el sonido interior. Recorro la fachada desde mi
posición descubriendo unos balcones vacíos como cuencas de ojos sin vida. La entrada
es una gran boca que invita a pasar, donde antes hubo una puerta ahora solo hay espesura y tiempo. Siento la llamada de la casa, como si estuviera viva, como si
pidiera compañía.
Traspaso el umbral y me introduzco en ella. Tras unos minutos
mis ojos se han acostumbrado a la penumbra, el interior es pura ruina, sin
embargo, no deja de mostrar el señorío de aquella estancia. Restos de papel en
las paredes, todavía queda alguna baldosa que habla de su elegancia. No hay
muebles, las puertas que separan las distintas habitaciones hace tiempo que
dejaron de hacer de centinelas.
Oigo un ruido en la planta de arriba. Debería de haber
sentido inquietud, al contrario, me dispongo a subir por la escalera, o mejor dicho, la huella de lo que allí hubo. Repaso las salas una
a una, me dejo llevar por el sonido hipnótico.
Estoy ante una habitación en semipenumbra, el ruido proviene
de allí. Me adentro y puedo comprobar cómo un balancín se mueve, cruje con cada
movimiento. Me acerco hasta ponerme frente a él. Sigue con su vaivén ausente a
mi presencia. Intento posar mi mano sobre el respaldo para detener el balanceo. No lo consigo. Hay una fuerza que lo mantiene en ese viaje
continúo.
En ese momento surge una voz que me invita a sentarme cerca.
Sorprendida me dejo caer esperando alguna orden. La cual no viene, en su lugar continúa hablando mientras voy percibiendo la silueta de una mujer anciana,
meciéndose, con la mirada perdida más allá del ventanal. No siento miedo, ni
estupor, tan solo sigo expectante ante el acontecimiento que presencio.
Me habla de las almas que no consiguen alcanzar su paz. De las promesas que se hacen en vida y luego se olvidan. De los juramentos de amor, de los duelos. Me cuenta la historia de un lazo negro a modo de luto durante un tiempo tras la partida de alguien a quien se aprecia. Entonces me mira y me pregunta si yo me lo pondría para ella. Asiento a la vez que noto como algo roza mi muñeca. La levanto a la altura de mis ojos para comprobar el adorno que la envuelve. Acto seguido regreso la mirada al vacío que ha dejado el balancín. No hay rastro de todo aquello.
Continúo sentada y es mi turno de hablar, sé que me escuchará porque conoce el motivo de mi visita. Le hablo de la presencia que me nombra y luego se desvanece dejando en el aire la sensación de compañía. De a quién creo que le pertenece y lo que significa para mí que sea de él, mi abuelo. Callo durante unos segundos esperando algún gesto que me adelante su escucha. No sucede nada y sigo contando mi vivencia. Tras acabar con mi relato me dispongo a salir del cuarto, es entonces cuando vuelvo a escuchar el crujir de la mecedora.
Me
vuelvo para ver su rostro una vez más, su mirada se clava en la mía mientras
recita muy despacio que le pregunte qué es lo que quiere, que hable con él.
Cierro los ojos soltando un suspiro y en ese momento todo vuelve a desaparecer.
Salgo de la casa algo contrariada. La miro al mismo tiempo
que rozo la tela que circunda mi muñeca.
Me recuerdo que sigo en la realidad de un confinamiento.
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